LAS OLLITAS
Cuando tenía más o menos cuatro años, frecuentaba a unas amigas que vivían cerca a nuestra casa; ellas eran mayores que yo, pero igual nos entreteníamos. Su situación era muy precaria, parece que su padre no era muy trabajador, menos la madre que casi todo el día lo pasaba en su habitación y cuando salía, llevaba siempre una larga bata, el cabello suelto sobre los hombros, muy bien peinado; tenía las manos con las uñas largas y muy cuidadas. La casa no era un dechado de limpieza y realmente faltaba todo; lo que más me impresionaba era la cocina siempre apagada y vacía.
Recuerdo que con cierta frecuencia, cerca de las siete de la noche, la mayor de ellas me proponía jugar a las ollitas; yo acogía la idea con mucho entusiasmo, pero no se trataba de cocinar nosotras, sino de llevar las ollitas, que no eran tan pequeñas, a llenarlas de comida en mi casa. Yo iba corriendo a cumplir con el mandado de la amiga. Mamá, que tenía que alimentar a un batallón de hijos, me las recibía y silenciosamente, con una expresión de pena, las llenaba sin hacer comentarios. Cuando yo regresaba a la casa de las amigas, éstas recibían las ollitas con avidez y me pedían que fuera a comer a mi casa y que después regresara. Yo las obedecía porque era todavía una inocente.
Años después, al tratar el tema con alguna de mis hermanas, coincidimos en que mamá al surtir las ollitas se quedaba sin parte; pero por encima de eso estaba su buen corazón que no podía permitir que las pobres chicas se quedaran de hambre. Creo que este hecho resalta una virtud muy arraigada en mamá: la caridad. Ella fue muy generosa con los menos favorecidos y ese fue el ejemplo que siempre nos dio, pues hasta los últimos años de su vida, siguió practicando la solidaridad con las personas que pasaban por la casa pidiendo ayuda. Eso lo comprobé después que falleció. Durante la semana que siguió a su deceso, la buscaron personas desconocidas, las cuales, según Rosita, eran protegidas de mamá a quien ella apoyaba.
A pesar de mis cortos años, en la época de las ollitas, yo percibía la diferencia entre mi casa y la de mis amigas. Me daba cuenta que la de ellas era un lugar triste, con su fogón apagado y una madre que no se la sentía. En cambio mi casa era un hogar, un lugar cálido, lleno de la personalidad de mamá, una mujer siempre pendiente de los suyos. En casa, los horarios de las comidas eran muy estrictos y a la hora acostumbrada los platos estaban servidos con toda puntualidad.
Aparte de las comidas fijas, mamá se daba tiempo para prepararnos los dulces caseros que tanto nos gustaban. Pero lo más hermoso era ver en la penumbra del atardecer, las ollas sobre la cocina encendida, con su apetitoso contenido. El fuego no sólo calentaba los alimentos, sino que nos llenaba de la gratificante sensación del afecto y calor que emanaba de la madre que lo mantenía vivo.
Ella estaba siempre entregada al cuidado de los suyos; no estudió costura, pero cosía la ropa que usábamos y sin descuidar la cocina, se las ingeniaba para dedicarse a otras tareas propias del hogar; para cantar canciones de cuna al bebe de turno, devolver la vida a los pajaritos que caían en la casa, abrigándolos en cajitas que ponía cerca del fuego; colar un exquisito café; cuidar una pequeña granja en la casa, otra más grande en la huerta y todavía le quedaba tiempo para hacer manualidades y repostería con las que ayudaba a complementar el presupuesto familiar.
Vivía pendiente de quien más la necesitaba, preocupada por el hijo o el nieto más vulnerable, para asistirlos con su amor y comprensión. La casa estaba llena de ella, podría decirse sin exagerar, que era la luz de su hogar.
María Carranza V.