ANÉCDOTAS ENRIQUECEDORAS
Pensando en una anécdota relacionada con mis padres. En realidad, tendría muchas que mencionar, sobre todo las de mi infancia, la cual, gracias a ellos, a mis hermanos, profesoras y amistades de ayer, estuvo tan llena de experiencias que hoy, cuando ha pasado el tiempo, considero que enriquecieron mi vida.
Cuando recuerdo aquellos tiempos, lo primero que viene a mi mente, es el recuerdo de la abnegación y fortaleza de mis padres, los dos se esforzaron heroicamente para dar sustento material y espiritual a una familia muy numerosa. El esfuerzo fue grande y no ha sido en vano, porque sus descendientes, que se han nutrido con su ejemplo, han sabido valorarlos y devolverles el amor, cuidados y protección que ellos nos dieron. La lección de vida que nos legaron seguirá viva en el corazón de sus hijos, nietos y ojalá que en las futuras generaciones.
En realidad nuestra vida está plagada de anécdotas, pues hemos vivido en un ambiente que nos permitió acumular experiencias y sueños muy variados, por ejemplo cuando siendo niñas, elegíamos horas del día para contemplar las formas caprichosas de las nubes y atribuirles parecido a algo o a alguien. En aquel entonces el cielo estaba lleno de nubes blancas de formas muy caprichosas, hoy en la ciudad, apenas si veo el cielo y en mi casa de cemento casi no puedo apreciarlo. Recuerdo que por la noche nos tocaba contemplar la luna, sentadas en los “corredores” especie de porches de ladrillos que tenían las casas, para observar la luna y vigilar si era cierto que allí estaba sentada una mujer que hilaba. En épocas lluviosas nos dedicábamos a cazar grillos, “cachones” o “saltapericos”(langostas).
En las mañanas también teníamos otra tarea muy emocionante: tocar las puertas de algunas casas que eran nuestras víctimas obligadas por tratarse de personas algo circunspectas y atildadas: la familia de don Baltazar Paredes, la familia de la señoritas Calderón y las señoritas Machiavello. Tocábamos y salíamos disparadas a escondernos en algún corredor cómplice. A eso de las 10 a.m. nos tocaba asaltar al señor Pando, un señor bonachón que pasaba montado en un burrito que portaba dos capachos, uno a cada lado, repletos de yucas, camotes y otras viandas que llevaba a la gente que estaba trabajando en algún “corte” de caña. Corríamos detrás de él para pedirle un camote. El pobre hombre se veía rodeado por un enjambre de niños chillones que no lo dejaban pasar hasta que nos regalara un camote a cada uno. En realidad, nuestro día estaba lleno de experiencias variadas. Lo que más sobraba eran juegos y lo que más faltaba era tiempo para terminar nuestra larga lista de entretenimientos, como ir al “Agua Potable”, que era un caserón enorme, rodeado de un bosque de pinos. Esta casa de agua, estaba conectada a una serie de canales, por donde discurría agua cristalina y donde abundaba, también, gran cantidad de piedritas blancas de lo más hermosas. Escogíamos las más bonitas para jugar los yases. De paso aprovechábamos para sentarnos un buen rato a mojarnos los pies, caminar por los canales y luego regresábamos a casa felices y contentas. Decían que las piedras las traían desde Chile. Ese era nuestro comentario obligado.
Por la tarde teníamos otro tipo de entretenimiento, uno de ellos era sentarnos a eso de las 6 p.m. en el corredor a contemplar cuando la gente pasaba resbalándose y cayendo cuando llovía. Esto nos divertía mucho, creo que todo niño tiene algo de crueldad en sus sentimientos. Luego de observar los traspiés de la pobre gente, nos ganaba el fuerte olor a tierra húmeda que emanaba del suelo mojado. Llenábamos los pulmones con este olor delicioso y luego nos tocaba esperar que saliera el arco iris para contemplarlo. Para la noche reservábamos las largas sesiones de rondas que teníamos que jugar todos los días antes de acostarnos.
El día era para otro tipo de juegos, como jugar a la soga, rayuelo, la pega, la comidita, ir de excursión a la huerta de alguna de las que integrábamos el grupo, o acudir a ciertos pozos de agua para contemplar los renacuajos y sacar algunos; o perseguir mariposas en la huerta, cosechar ciruelas, paltas, manguitos, nísperos, cansabocas, uvas, etc.
El Casa Grande de aquellos años fue realmente un lugar delicioso y nosotros aprendimos a amarlo, no sólo porque allí estaba nuestro hogar, nuestros padres que velaban por nosotros detrás de cada travesura, la empresa que nos garantizaba un ambiente seguro y tranquilo, sino también los amigos y casi toda nuestra vida. Lástima que con el tiempo todo cambiara tanto.
Mi anécdota es muy sencilla. Nosotros teníamos una huerta que medía una hectárea, era de la Empresa Agrícola Chicama Ltda. (Casa Grande), pero ella las cedía a los trabajadores que las solicitaban. Allí la gente aprovechaba para cultivar verduras, sembrar árboles frutales y criar aves de corral. La nuestra era muy hermosa gracias a que papá era un hombre muy laborioso y creativo, sobre todo ordenado. Él acostumbraba ir todas las tardes después de su trabajo. Para ganar tiempo; al terminar su jornada diaria, se dirigía directamente a la huerta. Mamá, siempre pendiente del estómago de los suyos, nos mandaba a Fina y a mí a dejarle algún refrigerio. A nosotras nos encantaba ir a la huerta a esta hora de la tarde, pues el ambiente estaba rodeado de un encanto especial a estas horas. Las dos éramos pequeñas, quizás Fina tendría 9 años y yo 7, pero allí íbamos haciendo equilibrio sobre las tapias, sólo por el placer de subirlas, saltando felices por el camino.
Al llegar, muchas veces no encontrábamos a papá, lo llamábamos a gritos y de pronto nos caían palitos o ramitas, alzábamos la vista y papá estaba trepado en uno de los árboles frutales que él cultivaba. Bajaba y comía lo que le llevábamos, en realidad, él era muy frugal, se conformaba con poco. Luego seguía trabajando diligentemente entre las flores, los árboles y las verduras. Nosotras aprovechábamos para jugar en la acequia, el columpio o para pasear en la carretilla de jardinero que había construido papá. Las horas pasaban veloces y cuando era más o menos las 6.30, papá guardaba sus herramientas en uno de los cuartos de la casita huerta, se lavaba y se cambiaba de ropa, luego nos llamaba y nosotras salíamos corriendo detrás de él. Recuerdo que ésta era la parte emocionante del paseo: detrás de los árboles que circundaban el estadio de fútbol que quedaba en nuestro camino a casa, aparecía la luna, el aire olía a hierbas, papá caminaba con sus largas pisadas, mientras nosotras corríamos felices detrás de él, lo veíamos tan alto, tan fuerte a pesar de que estaba en pie desde las 5.00 a.m.
Recuerdo con mucha nitidez cómo entre las ramas, aparecían las luciérnagas y el ruido de las chicharras nos acompañaba todo el trayecto. Esa caminata detrás de papá, con la luna entre las ramas y los maravillosos ruidos y olores de la noche se ha quedado grabada en mi mente y no la olvido a pesar de que han transcurrido casi 58 años: papá adelante y nosotras atrás caminando dichosas sobre sus huellas; la luna en el cielo acompañándonos hasta nuestra casa (en ese tiempo nosotras pensábamos que la luna caminaba y nos seguía), donde nos esperaba mamá con la mesa lista para la última comida de la noche.
María Carranza Vásquez