Cuando era pequeña, esperaba con impaciencia las vacaciones de verano, pues mis padres nos llevaban siempre a pasar unos días a la casa de mis abuelitos en Casa Grande.
Antes de hablarles de ese tiempo maravilloso, pasado con mis abuelitos, tengo que confesar que mi punto débil fue, durante los 15 primeros años de mi vida, el placer de comer todo lo que me preparaban en casa. En aquella época no me preocupaba mi peso, ni mi imagen, me sentía la niña más feliz del mundo, con todo el cariño que me prodigaban mis padres, mis abuelitos y mis tíos.
“Chachito” me llamaba con ternura mi abuelito ... “Chachito” me decían todos los miembros de la familia... “Chachito”.... porque así les decía yo a los chanchitos que se hallaban cerca de su huerto.
En la casa de mis abuelitos, el tiempo parecía detenerse y, sabiendo que más tarde o más temprano mis padres vendrían a recogerme, con la inocencia de mi edad, todas las noches le pedía al cielo que nunca se terminaran las vacaciones.
Mi abuelito era un hombre admirable, se levantaba con el alba, el cuerpo erguido, el paso firme, listo para ir a trabajar, nunca un lamento, nunca un gesto de fatiga, parecía vivir intensamente cada momento de su vida.
Sus botas de cuero eran preciosas, las huellas del trabajo duro y del tiempo desparecían bajo sus manos, brillaban como nuevas cada mañana.
Antes de ir a trabajar, tomaba su desayuno y hasta ahora me pregunto cómo hacía para adivinar que, despierta en mi cama, yo esperaba que me llamara: “Chachito”, me decía, “desayuno...”, y yo salía volando. Una peinadita, “buenos días abuelito” y ¡qué delicia!, el pan caliente, las aceitunas, el queso, la leche con el sabor incomparable de las cosas simples hechas por mi abuelita.
En cuanto partía al trabajo yo regresaba a la cama a soñar con el día lindo que me esperaba: piscina..., paseo en la campiña con la tía Mary..., hasta que la dulce voz de mi abuelita me hacía regresar a la realidad. “Chachito”, me decía, “voy al mercado, ¿qué quieres para el desayuno?”, “ pan con palta abuelita....” , respondía feliz y sólo me quedaba esperar el segundo desayuno del día...
Mi abuelita era un mar de ternura, trataba con el mismo cariño a todos sus nietos, y yo siempre me decía para no angustiarme que ella no podía tener preferencias por ninguno de nosotros, pues su corazón era tan grande que en él había sitio suficiente para todos.
Años más tarde, mis abuelitos tuvieron que salir de Casa Grande dejando allí la casa, los muebles hechos por mi abuelito, el huerto, el mercado, el ferrocarril, los chachitos... para instalarse con todos sus recuerdos en Trujillo, en San Andrés.
Poco a poco la casa de San Andrés se transformó en mi nuevo refugio, allí iba cuando las cosas me parecían difíciles, mis abuelitos y mis tías con su ternura podían calmar cualquier tempestad.
El tiempo había pasado, el “Chachito” había crecido y, como muchos adolescentes, comencé a preocuparme por mi peso y por mi imagen, le hallé gusto al deporte. Así, todos los días, me levantaba como mi abuelito con el alba y temprano en la mañana me iba a correr alrededor de la casa de San Andrés.
Mi abuelito regaba las plantas de su jardín esperando que termine mi entrenamiento, mi abuelita ya había tostado el café, la mesa estaba lista... para mi primer desayuno tomado con ellos; así conversábamos de mis proyectos, de mis sueños, de sus recuerdos y de ese tiempo maravilloso en Casa Grande.
Y de regreso a casa... cómo rechazar el segundo desayuno del día, que mi mami me preparaba con tanto esmero y cariño.
Ahora que estoy lejos de mi país y de mi familia, a pesar de todo lo que ha transformado el tiempo y las exigencias de mi trabajo, siempre vuelven a mí esos recuerdos que, como mis abuelitos, me acompañarán siempre.
Pont à Mousson, diciembre de 2007.