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ROSA y JOSÉ : Un canto a la vida y al amor.
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Conociendo el mar

 

CONOCIENDO EL  MAR
 
Ese atardecer de enero de 1 948 ó 1 949, cerca de las 7:00 p.m., Alicia llegó muy entusiasmada a contarnos que las señoritas Machiavello habían decidido viajar a Malabrigo al día siguiente y que nos invitaban a participar del paseo.  El viaje sería en el tren que salía antes de las 7 a.m. llevando el azúcar a ese puerto.
 
Después de la comida de la noche, mamá empezó a alistar el fiambre que teníamos que llevar.  Yo notaba mucho entusiasmo en Alicia y en las ahijadas de las señoritas Machiavello y no lograba entender por qué.  En ese entonces,  era  pequeña y nunca había visto el mar.  Empecé a perseguir a Alicia pidiéndole que me explicara cómo era. Ella trataba de describirlo, pero yo no entendía, lo que más recuerdo es que me dijo que era varias veces más grande que la acequia Talambo, la cual está ubicada en la zona de ingreso a Casa Grande entrando por la avenida de los Ficus.  Eso me tranquilizó un poco, pero de todas maneras tenía mucha curiosidad por verlo.
 
Más  o menos a las 4 de la mañana, la señorita Delia Machiavello (Ñiñi) tocó la puerta  para despertarnos.  En realidad, esa noche contagiadas por el entusiasmo de Alicia, casi no habíamos dormido por la ilusión del viaje.  Nos habíamos acostado vestidas, con el traje de baño puesto.  Al sentir la llamada de la Ñiñi, corrimos a lavarnos y a tomar el desayuno que mamá ya tenía servido.  Estuvimos listas en un santiamén. Llegó el momento de la partida,  creo que ni nos despedimos de mamá de tan ilusionadas que estábamos.
 
La Ñiñi con su paso elástico  iba adelante y nosotras, dichosas,  corriendo  atrás.  Salimos de la calle Eucaliptos en un dos por tres, cruzamos la avenida de Ficus, ubicada frente a la iglesia,  sin el menor temor;  en realidad, casi nunca pasábamos por allí cuando oscurecía, porque Juan nos había convencido  que los duendes se escondían entre las ramas y llamaban a los niños para llevárselos.  Nosotras sólo veíamos la luna y las estrellas por encima de las enormes copas de los árboles, aspirando con deleite el fuerte aroma de la melasa que inundaba el ambiente.  Nos deslizamos ágilmente por un costado de la fábrica y seguimos caminando presurosas tratando de seguir el ritmo de la Ñiñi hasta que al fin llegamos a la red de línea férrea que quedaba frente a la sección Tráfico o Línea Firme, donde trabajaba papá.
 
Allí , sobre los rieles, se encontraban ya listos los carros cargados con los sacos de azúcar. En otro riel estaba la locomotora y en otro EL FURGÓN.  Oh maravilla, nos apresuramos a subir, para mí era la primera vez que  lo hacía y creo que para Fina también.  Era una emoción inenarrable.  Nos sentamos en las bancas  ubicadas en los costados de este vehículo y empezamos a observar todo lo que pasaba; en realidad yo nunca entendí cómo funcionaba esto.  La máquina iba y venía de un lado a otro; enganchaba carros por un lado, luego se alejaba y seguía en este trajín,  por bastante rato,  hasta que al final enganchaba el furgón, nos llevaba por otro lado y  terminábamos enganchados al último carro de azúcar. Cada enganche era un zamacón y un “gárrense bien chicas” de la Ñiñi, hasta que después de tanto trajín, la máquina tocaba el pito, empezaba a lanzar chorros de vapor,  a tocar la campana, iniciando el chacachaca rítmico que nos anunciaba que ya estábamos partiendo.
 
A todo esto, ya la mañana empezaba a clarear un poco; en el cielo se veía todavía la luna, venus y  algunas estrellas.  En la penumbra se divisaban unos cuantos trabajadores que transitaban por esa zona. Desde hacía rato, habíamos divisado a papá que iba y venía saltando por las líneas, entrando y saliendo de su  sección, controlando todos los movimientos de la máquina, los carros de azúcar y el furgón.  Cuando la locomotora comenzó a caminar lentamente, iniciando el viaje, papá que había estado pendiente de todos los detalles, al ver que empezábamos a alejarnos, levantó el brazo en señal de despedida.  Yo era una niña, pero siempre recuerdo este gesto de papá con el cual se despedía siempre de nosotras cuando viajábamos a  Puerto Chicama en el tren. Nuestro grupo, asomado a la ventana, también agitaba eufórico los brazos hasta que fuimos dejando todo atrás. En esa época, el tren azucarero salía de Casa Grande por la calle principal que se llama precisamente “Calle Tren”.  A esa hora ya se notaba el movimiento de la gente que se dirigía a recoger la leche, la carne y el arroz, que la empresa entregaba a sus trabajadores a precios sumamente módicos.  También se veía pasar a trabajadores madrugadores que se dirigían a su centro de trabajo.
 
Al salir de Casa Grande empezaba un paisaje diferente: con admiración contemplábamos las plantaciones de caña de azúcar que se extendían a ambos lados de la línea férrea; las acequias llenas de agua,  bordeadas de  árboles; casitas rústicas que empezaban  a despertar, burritos y caballos pastando por un lado, ovejas por otro; gallinas y pollos buscando alimento.  Cuando estábamos absortas contemplando el paisaje,  de repente las chicas mayores dejaron de reír y un profundo silencio se hizo en el furgón.  Aparecieron enormes ficus, altas palmeras  y detrás de  paredes blancas,  esbeltos cipreses se erguían llenos de vida y belleza.  Era el cementerio.  Siempre que pasábamos por allí guardábamos silencio y nos sentíamos  invadidas por  esa mezcla de temor y respeto que sobrecoge a las personas jóvenes cuando pasan cerca de un camposanto.  El silencio duró unos  minutos hasta que perdimos de vista el  cementerio.  Después de un rato cruzamos la Panamericana a la altura de Chuin, e ingresamos a la campiña del distrito de Paiján.  La algarabía seguía en el furgón, se jugaba al gran bonetón, los castigos llovían sobre las perdedoras.  La más graciosa era Esperanza Machiavello, como no sabía muchas canciones, cumplía los castigos cantando réclames de “Anacín” (a la gripe le pone fin), “Mejoral”, pilas “Everready” y otros. A estas alturas ya estábamos cruzando la hacienda Garbanzal, cuyo propietario, don Víctor Humberto Larco Vásquez, era enemigo acérrimo de los Gildemeister, no olvidaba que su padre don Víctor Larco Herrera perdió su hacienda por deudas a esta familia.  Casa Grande pagaba peaje a don Víctor Humberto (más conocido como “Cañón Larco” por su afición a solucionarlo todo a balazos) para  cruzar por su territorio y cuando quería aumento de la cuota, amarraba un burro en la línea férrea y el tren ya no podía seguir viaje.  Entonces venían las negociaciones, las cuales las realizaba papá, por cuanto don Víctor Humberto no quería tener ningún contacto con los alemanes “come salchichas” como él decía.
 
Saliendo de Garbanzal,  después de un rato de viaje se llegaba a Macabí.  Allí el tren se detenía debajo de un tubo en forma de L invertida y se reabastecía del agua indispensable para seguir  el camino.  Reiniciábamos la marcha  siempre en medio de risas y mucha alegría, luego de un espacio de tiempo aparecían lagunas de potasa y  algunos humedales con una vegetación agreste y extraña, supongo que eran totorales; el camino se hacia cada vez más árido, ingresamos por una especie de callejón entre dos lomas desprovistas de vegetación.  Subimos una cuesta y de repente…no lo podíamos creer, apareció al fondo el mar en todo su esplendor, inmenso, con su hermoso muelle y varios barcos anclados;   remolcadoras, lanchas artesanales, gaviotas que aterrizaban sobre el agua en busca de peces. Creo que nunca me sentí más impactada por un paisaje como en esa oportunidad.
 
El tren empezó a descender disminuyendo la velocidad hasta detenerse al lado de un enorme almacén donde tenía que depositar los sacos de azúcar. Nosotras bajamos presurosas para llegar cuanto antes a la orilla del mar.  Teníamos  más o menos dos horas para disfrutar de la playa, mientras los estibadores descargaban los sacos de azúcar con destino al almacén.  Más adelante estos sacos serían llevados por un tren más pequeño que tiraba de algunos carros cargados de sacos de azúcar y los depositaba en el muelle, luego  las lanchas remolcadoras conducían el azúcar desde el muelle  hasta los barcos y de allí el azúcar seguía su viaje a diferentes  países.
 
Pisar por primera vez la arena fue una  hermosa sensación y  a pesar de la frialdad de la superficie de una playa muy larga, limpia, tan brillante, que las pardelas que caminaban por ella, se reflejaban como si fuera un espejo; no vacilamos en mojarnos y retozar en el agua, no obstante  que  era muy temprano para entrar al mar. Pasado un rato engullimos nuestro fiambre y continuamos bañándonos hasta que la máquina hizo sonar el silbato,  primera advertencia de su partida.  La Ñiñi nos  instó  a secarnos y vestirnos lo cual hicimos apresuradamente, aún cuando nos quedamos un ratito más en el agua.  Sonó el segundo silbato y la Ñiñi  nos seguía apurando.  Teníamos que caminar un buen tramo antes de llegar al furgón.  Empezamos a correr, la Ñiñi adelante, nosotras atrás. Antes de llegar al tren, éste lanzó la última señal y empezó a moverse lentamente.  Nosotras, muertas de risa, pero apuradas por subir, tuvimos que ser ayudadas por el señor  Mendoza, empleado de la sección de papá, el cual nos cogía de la mano y tiraba de una por una, hasta que estuvimos todas instaladas en el furgón, cansadas, pero felices.
 
El regreso,  sin el peso de la carga dejada en el almacén, era más veloz.  Nosotras al comienzo comentábamos alegres las incidencias de nuestro baño en la playa y del viaje,  pero poco a poco nos fuimos amodorrando con el traqueteo de las ruedas de los carros.  Si uno se concentraba parecía que a lo lejos se escuchaban unos coros  de voces muy hermosas.  “Son los ángeles”, pensábamos medio dormidas. El cansancio,  el haber madrugado y el efecto del agua marina, nos produjo sueño y la mayor parte del viaje de regreso lo hicimos dormidas, bajo la bondadosa mirada de la Ñiñi, nuestra compañera de estas excursiones al mar.
 
Llegamos a Casa Grande, más o menos a las 11 a.m., cansadas, pero dichosas.  Estos viajes se repitieron por varios años, algunas veces nos quedábamos a veranear en Puerto Chicama con las señoritas Machiavello y en otra oportunidad, solas en una casa que alquiló Soledad y que no quiso usar porque no se acostumbraba.  Como estaba pagada por tres meses, la habitamos con Alicia, Teresa, y unas amigas.  En esta playa pasamos lindas experiencias, la gente sencilla y buena, la playa tan hermosa, con sus bien cuidadas palmeras;  las pintorescas casonas de madera construidas por los Gildemesiter para sus empleados de staff.  La zona de La Barca, donde íbamos a pescar sobre las rocas, o simplemente a caminar hasta llegar cerca de la reserva de aves guaneras, o a trepar cerros de arena para deslizarnos luego en todas las posturas que se nos ocurría.  O contemplar el atardecer desde lo alto de los cerros.  Ir a misa los domingos en su acogedora capilla, o al cine por las tardes, o jugar canasta con las señoritas Machiavello en el hall de la casa alquilada en la calle principal, desde donde veíamos pasar a los marineros que bajaban de los barcos a pasear por el malecón. 
 

Nuestros paseos por el muelle, o en las lanchas remolcadoras que era una experiencia extraordinaria,  como si voláramos sobre el mar.  Los paseos en burro por la “otra playa”, nuestras excursiones al cementerio en busca de huesos  y después no podíamos dormir en la noche por los ruidos extraños que se escuchaban en la casa.  Nuestro vecino “Malagua” el aguatero “Pescadito frito”, los perros “Rochabús” y “Vagoneta” que se unieron a nosotras y nos acompañaban a todas partes, gracias a que los alimentábamos.  Realmente, Puerto Chicama o Malabrigo, fue una especie de paraíso donde pasamos momentos inolvidables.



                                              María Carranza V.

LA HORA  
   
EL ARTE DE SER ABUELOS.  
  AUNQUE NO LO PAREZCA, SER ABUELOS ES UN ARTE QUE REQUIERE ACEPTACIÓN DE LA CONDICIÓN DE LA PERSONA, PACIENCIA, AMOR Y HUMILDAD QUE, POR OTRA PARTE, SON ELEMENTOS ESENCIALES PARA VIVIR CON DIGNIDAD ESTA ETAPA DE LA VIDA.

ROSA Y JOSÉ NOS ENSEÑARON ESE ARTE DE SER ABUELOS:

1) NADIE PUEDE HACER POR LOS NIETOS LO QUE HACE UN ABUELO.

2) NO ES VIEJO AQUEL QUE PIERDE SU CABELLO O SU ÚLTIMA MUELA, SINO EL QUE PIERDE SU ÚNICA ESPERANZA.

3) CUANDO SEAS VIEJO EN LA CARNE, SÉ JOVEN EN EL ALMA.

4) DICEN QUE EL TIEMPO PASA. NO ES VERDAD. SOMOS NOSOTROS LOS QUE PASAMOS POR ÉL, Y CADA MOMENTO PUEDE DARNOS FORTUNA SI ENTENDEMOS.
 
ABUELOS QUERIDOS.  
  CABELLOS BLANCOS, ES RECUERDO,
UN SIN FIN DE VIDA,
ES EL ABRIGO DE UN TESORO
DE MEMORIA Y SABIDURIA ,
ES UNA EXPRESIÓN DE VANIDAD
DE UN CUENTO DE NOSTALGIA
POR LA MOCEDAD PERDIDA.

CABELLOS BLANCOS DE MIS ABUELOS
SON EL SIMBOLO DE PUREZA
ES LA LEY DE NATURALEZA,
VOLTEAS HACIA EL CIELO
MIRANDO A DIOS Y SU GRANDEZA .
 
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