
EL GALLO
Un sábado por la mañana, me despertó el canto de un gallo. Me despertó y me asombró a la vez, ya que no vivimos en una zona rural y el único sonido por las mañanas es el de algún pajarito o el motor de los carros de la calle de atrás. Me quedé ahí echada en la cama con los ojos abiertos por unos segundos, hasta que el canto me transportó inmediatamente a mi infancia, a mis vacaciones de verano en la casa de mi abuela en Trujillo, a miles de millas lejos de aquí. Las imágenes, sonidos y sensaciones cayeron como cascadas sobre mí, llenándome abruptamente de una cálida y dulce sensación que me hizo enrollar en la cama cómodamente mientras cerrando los ojos preparaba mi mente para el viaje. Algún vecino de mi abuelita tenía gallos, cantaban temprano en las mañanas, pero aún así no conseguían sacarme de la cama, me encantaba meter la cara en la almohada y oler la funda perfectamente planchada y almidonada, sentir con los dedos la textura del algodón de mis sábanas y el suave aroma del jabón de pepa, con que eran lavadas.
La Tota ya estaba tempranito prendiendo la cocina a gas de kerosene. Raro decirlo, pero ese olor me gusta desde que lo sentí por primera vez en casa de mi abuela. Los desayunos eran mis favoritos en el universo, pan fresco de la tienda, cremoso queso Cajamarquino, mantequilla y mermelada de fresa hecha en casa, huevos de corral y leche traída directamente de los establos en la camioneta, por las tardes. A veces, mi tía María preparaba mantequilla y panecillos de nata, hasta hoy la mantequilla más rica que he probado. Debo confesar que odiaba la leche, era fresca y deliciosa; pero la nata que se formaba sobre la superficie caliente era una pesadilla para mí, me tomaba casi una hora para terminarla y sólo lo hacía con un buen chorro de café y mucha azúcar, costumbre que hasta hoy conservo.
Recuerdo las veces que tostaban café en la casa. Para mí fue un descubrimiento mágico ver esa transformación, desde la bolsa llena de granos verdes hasta el amargo y aromático líquido en la botellita de vidrio sobre la mesa. Tota lo tostaba en una olla de pesado metal oscuro, con una
manivela de madera en la tapa que debía girar todo el tiempo; el olor era indescriptible, llenaba toda la casa y nos hacía esperar más que ansiosos el desayuno o el lonche. Luego de tostar los granos estos se volvían negros y lustrosos e iban directamente al molinillo de mano, bien agarrado a la
mesa, de color plateado, mango de madera y diseño antiguo, que sin hacer mucho ruido molía los duros granos en pocos minutos. Quizá nunca más sea testigo de todo ese proceso otra vez. Ahora el café viene en latas y, aunque no lo tomo, disfruto únicamente del olor que me deja una dulce sensación de nostalgia en el pecho.
Luego de desayunar me cambiaba el pijama e iba corriendo a la azotea a jugar con Renata. Llegábamos a Trujillo cargadas de juguetes, aún cuando mi mamá nos decía que no; pero nuestras muñecas favoritas viajaban con nosotras muy bien escondidas bajo el asiento del carro todo el camino desde La Oroya. Sobre las escaleras del patio rumbo a la azotea crecía una hermosa planta de maracuyá enredada en un armazón de madera que construyó mi abuelo, cubriendo así con su sombra las escaleras y el patio del columpio de la azotea, donde la maracuyá no sólo nos daba sombra sino dulcísimos frutos para el almuerzo. La azotea era un lugar fascinante, en parte cubierta con una fina arenilla, era perfecta para hacer caminitos y jugar con los carros de mi hermano, aún cuando a mi abuelito no le gustaba el ruido, nos la ingeniábamos para quedarnos ahí por un buen tiempo. Detrás de la rejita del columpio estaban las macetas con plantas y ajíes, cuyos frutos rojos y redondos, alguna vez, me parecieron pequeñas cerezas; pero que luego comprobé decepcionada que ese no era el caso.
Cerca al borde del hueco techado del tragaluz, mi abuelita dejaba siempre una cajita de madera con maíz y un tazón lleno de agua para sus pajaritos, quienes tomaban prolongados baños sacudiendo sus alitas y trinando alegremente. Muchas veces mientras leía en el tragaluz sentía las gotas del baño de los pajaritos caerme en la cabeza, tanto era su entusiasmo. Cuando me aburría de las excursiones a la azotea bajaba a la cocina a ver como preparaban el almuerzo. Mi abuelita se ponía sus lentes de grueso marco negro y escogía el arroz sobre la mesa de la cocina, separaba los granos feos y juntaba el arroz bueno en un tazón, ritual diario que a ella le encantaba hacer y a mí ver. La Tota cocinaba todo fresco, todo recién hecho, el guiso de pescado con cochayuyo, el arroz graneado, la sopa caliente. El jugo hecho ahí mismo, cortando las carambolas y licuándolas con agua hervida fría, o el fresco jugo de maracuyá de la planta del patio. Temprano la Tota molía el ají y el culantro en el batán del patio, era una plancha de piedra cuadrada con el centro un poco cóncavo y una piedra redondeada con la que molía todo a la perfección, mejor que una licuadora. Con esos ingredientes y una sazón maravillosa, la Tota convertía platos sencillos en comidas deliciosas que hasta hoy puedo saborear y considero de las más ricas que he comido.
La hora de almuerzo también era mi favorita, corría desde la sala o de donde sea a sentarme en la mesa de la cocina o a ganarme una de las sillas del pasadizo frente al televisor con la tabla de madera que mi abuelito hizo ingeniosamente y que encajaba perfectamente en los brazos de las sillas hechas también por él, así teníamos una pequeña mesita acoplada en la misma silla. Durante esas horas de almuerzo descubrí sabores que no había probado antes viviendo en la sierra, como el sudado de pescado, el ceviche recién hecho, con choclos de granos gordos y dulces y camotes colorados, el migadito con arroz y caigua rellena, el pepián de choclo y el aguadito de pavo, o los increíbles frijoles con pollo guisado y arroz, los que yo disfrutaba de sobremanera con un buen chorro de aceite de oliva de la lata cuadrada y verde que siempre estaba en la repisa junto al lavadero. Recuerdo cada detalle de esa cocina, los muebles color crema pintados por mi abuelo, los enormes y pesados cubiertos hechos por él, el frasco gordo de mermelada de fresa, los platos con dibujos de paisajes azules y las hormigas testarudas luchando por entrar al tarro de azúcar. A veces mi tía preparaba algún postre, eran todos deliciosos, hechos con frutas frescas, mango, fresa o chirimoya, cada uno mejor que el otro y una deliciosa sorpresa el día que los hacía.
Las tardes eran tranquilas y pacíficas, luego del almuerzo me iba a la sala a leer tirada en el sillón o enroscada en una de las mecedoras de madera, mi tía María me prestaba sus libros y me pasaba toda la tarde devorándolos, esa era mi actividad favorita diaria hasta la hora del lonche. Sentada ahí en la sala mientras la ciudad dormía la siesta de las cuatro, pasé momentos de deliciosa soledad, ensimismada en las historias de los libros y viajando a otros lugares y dimensiones sin moverme de mi sitio, haciendo pausas sólo para cambiar de posición o descansar un rato. Desde el sillón grande y a través de la cortina de la ventana, podía ver los arbustos de granadas perfectamente podados del jardín y oír el murmullo de las ramas del ficus de la calle, cruzando el pequeño pasaje veía las plantas de plátano de la casa vecina, cuyas enormes hojas se movían suavemente con la brisa de la tarde. Siempre por la tarde pasaba el periodiquero anunciando El Satélite, con voz nasal y poderosa se escuchaba desde la otra cuadra hasta que minutos después se perdía en la lejanía. También pasaba el afilador de cuchillos, anunciándose con el sonido de una pequeña zampoña de plástico cuyo sonido era característico y único, pasaba despacio de casa en casa empujando una especie de rueda de piedra con la que afilaba cuchillos y tijeras mientras anunciaba a todo pulmón que también vendía asas para ollas.
A veces me colaba sigilosamente al garaje, en donde mis primos guardaban celosamente su colección de cientos de historietas en enormes cajas de cartón, selladas y ordenadas contra una pared, pero habían algunas cajas con huecos en las esquinas por donde yo sacaba fascinada las historietas que leía tumbada sobre la cama de la Tota con el temor de ser descubierta. Luego las regresaba a su caja y salía de puntillas rumbo a la azotea a jugar, con la sonrisa más grande del mundo a pesar de la travesura que acababa de cometer. Mi tía María siempre me pareció fascinante, por las tardes regresaba de trabajar tan bonita como se había ido, con el pelo corto y bien peinado y oliendo siempre rico. Cuando era niña me la imaginaba vestida como las hermosas damiselas de sus cuadros favoritos de pintores impresionistas, con una falda larga y abultada, sombrero de ala grande, un lazo de seda y una primorosa sombrilla, caminando por un prado lleno de florecitas multicolores como las que pintaba Matisse. Los fines de semana ponía música clásica en su cuarto mientras sacudía el polvo de los muebles cantando con voz queda y dulce. Cuanta paz me transmitía conversar con ella, siempre tenía una historia interesante que contar y sus suaves modales y amor por los animales me hacían pensar sólo en cosas bonitas.
Mi infancia fue absolutamente feliz, armando amorfos castillos de arena en la playa, creando casitas de muñecas con cajas de cartón, trepando cerros en La Oroya, dibujando con mis hermanos o leyendo interminables libros en las tranquilas tardes de Trujillo, fui feliz cada día que recuerdo. Mis padres se encargaron de que así sea, mi familia se encargó de crear un mundo inocente y mágico, lleno de cosas buenas y experiencias enriquecedoras.
Hasta hoy recuerdo claramente el sonido de la risa de mi abuelita, sus manos pequeñas y talentosas tejiendo primorosas mañanitas, sus pasos lentos pero no cansados, su figura menudita sentada en la banquita del corredor, su carácter fuerte y lúcido, o los nombres tan originales que le ponía a las cosas. Recuerdo los veranos en casa de mi tía Sole, armando casas de cartón, escuchando la radio y jugando en las escaleras de la entrada, disfrutando de su maravillosa sazón e increíble dulzura, viendo al Gato Félix en el viejo televisor en blanco y negro y fascinada con la vista panorámica de la Avenida España desde el balcón.
Estos no son recuerdos, no son nostálgicas narraciones de mi infancia, son parte de mi vida, imágenes y sensaciones que están grabadas en cada neurona de mi cerebro, momentos y experiencias que formaron mi carácter y personalidad, de los que me aferro con fuerza cada vez que mi mundo se sacude, los que me siguen alimentando el corazón y curando el alma como un bálsamo inacabable e infinito.
El suave ronquido de Phil me despertó súbitamente y me devolvió al presente, lo abracé y me acomodé nuevamente bajos las frazadas, disfrutando de la tibieza de la cama y de la que el canto de ese extraño gallo me trajo de repente.
Julia Ochalek Díaz.